viernes, 19 de octubre de 2012

Paseo por uno de los periodos más fecundos en la historia de los descubrimientos

La era de los prodigios

La ciencia británica del Romanticismo preparó al mundo para la revolución que estallaría en la segunda mitad del siglo XIX. Un paseo por uno de los periodos más fecundos en la historia de los descubrimientos

Miguel A. Delgado - 10/10/2012
elcorreo.com
La era de los prodigios 
'Newton' (1795), de William Blake.
John Keats nunca perdonó a Newton que descompusiera la luz del Sol con un prisma y, como relata Richard Dawkins en su clásico "Destejiendo el arcoíris" (Tusquets Fábula, 2012), le arrebatara cualquier profundidad o significado espiritual. Más o menos por los mismos años, William Blake trabajaba en su impactante "Newton" (1795-1805), una obra en la que el científico inglés aparece como un gigante inquietante que encarna el racionalismo que asfixiará cualquier afán del humano por trascender. Y, sin embargo, simultáneamente, lord Byron cantaba sobre la pluralidad de mundos teorizada por William Herschel, mientras que un anciano Coleridge acudía entusiasmado a las primeras reuniones de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia.

¿Qué había pasado para que un ámbito en teoría tan alejado de lo científico como el de la poesía británica romántica se empapara de una polémica que sigue reapareciendo de manera habitual en la prensa, especialmente cuando se toca algún avance determinante que otorga un plus de comprensión a lo que nos rodea? Pues, como cuenta el experto en esa época Richard Holmes en el apasionante volumen "La edad de los prodigios. Terror y belleza en la ciencia del Romanticismo" (Turner Noema, 2012), la irrupción de uno de los períodos más fecundos en la historia de los descubrimientos, no solo por su importancia intrínseca, sino también por lo que supuso de inicio de un cambio de paradigma que, en cierta manera, preparó al mundo para la verdadera revolución que estallaría a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Para Holmes, la figura vertebradora de este cambio es la de Joseph Banks (1743-1820), un rico botánico que acompañó a Cook en su primer viaje a bordo del "Endeavour" (1768-71) y que, entre otros destinos, se detuvo en Tahití con el fin de observar el tránsito de Venus. Aquella experiencia fue crucial para Banks, que la pasó en una especie de zona fronteriza entre los acuartelados británicos, comandados por un Cook que deseaba evitar la excesiva confraternización, y unos nativos con los que no tuvo problema en compartir sus liberalísimas costumbres. Tal fue el impacto que, de hecho, a la vuelta de la expedición, Tahití se convirtió en una especie de metáfora en la Tierra de los buenos salvajes preconizados por Rousseau, y lo tahitiano se transformó en una moda que recorrió los salones de las cortes europeas.

Sed de conocimiento
Pero, sobre todo, de aquella experiencia -aparte de un impresionante bagaje de descubrimientos botánicos que fue alabado por el mismísimo Linneo-, Banks se trajo de vuelta una profunda sed de conocimiento y descubrimiento. Sin embargo, pronto su salud le impidió participar en más expediciones, y todo su ímpetu tuvo que buscar otros caminos para expresarse. Convertido en uno de los consejeros de cabecera de Jorge III, el futuro rey loco, consiguió acceder a la presidencia de la Royal Society en 1768, un cargo que ocuparía durante 42 años, hasta su muerte.

Desde esa atalaya privilegiada, Banks puso en marcha todos sus sensores para descubrir y apoyar a los jóvenes que fueran prometedores en cualquiera de los campos en los que trabajaban. En esos años, Reino Unido se estaba convirtiendo en un Imperio, y la ciencia debía contribuir, como cualquier otro ámbito del reino, a su grandeza, lo que redundó en un decidido apoyo a las expediciones científicas que se convirtieron en tradición y prepararon la decisiva del "Beagle" que llevaría a Charles Darwin a las Galápagos en 1835. Además, el estallido de la Revolución Francesa y las posteriores guerras napoleónicas trajeron consigo una rivalidad en el progreso científico que nada tendría que envidiar a la de los soviéticos y los estadounidenses en el siglo XX.

Así, Banks cobijó y promocionó bajo su ala a desconocidos, e incluso excéntricos, científicos a los que su olfato reconoció como poseedores de un gran potencial. De esta forma, cuando le comenzaron a llegar los informes de que un inmigrante alemán de Bath, un tal William Herschel, que se ganaba la vida con composiciones y clases de música clásica, había desarrollado un nuevo tipo de telescopio con el que, afirmaba, podía descubrir nuevas estrellas y demostrar que la Luna estaba habitada, no dudó en conseguirle la protección real para que pudiera dedicarse de lleno a su trabajo.

El resultado aún está escrito con letras de oro en la historia de la ciencia. Herschel, con la ayuda de su hermana Caroline, un fascinante personaje que sería definido como la "pequeña cazadora de cometas" por los numerosos que llegó a catalogar, no solo descubrió Urano en 1781, sino que también empezó a desplegar un universo lleno de nebulosas y galaxias, en constante evolución y transformación, sin que fuera detectable una presencia divina ni, mucho menos, una posición privilegiada para la Humanidad. La obra de Herschel tuvo un profundísimo impacto en la época, y sobre todo sorprende por la forma en la que, armado con su arsenal de telescopios, con la estrella del gran tubo de doce metros al frente, llegó a entrever lo que la ciencia astronómica aún tardaría dos siglos en demostrar fehacientemente.

Junto a Herschel, Banks protegió a Humphry Davy, un atrevido químico que, hacia 1800, se sumía en arriesgados experimentos con gases como el óxido nitroso, o gas de la risa, que llegaba a inhalar personalmente, y a hacer inhalar a otros voluntarios, en un procedimiento que, como cuenta Michael Brooks en "Radicales libres" (Ariel, 2012), tendría una problemática homologación en nuestros días. Promovido por Banks a la Royal Society, donde ingresó en 1803, pronto demostró un enorme interés por el camino abierto por los avances sobre la electricidad del italiano Alessandro Volta, y utilizó la pila descubierta por éste para poner en marcha una nueva disciplina científica, la electroquímica. Entre otros muchos avances, además, descubrió en 1815 una lámpara de seguridad que ahorró muchas vidas entre los mineros de todo el mundo, y tuvo como ayudante a un joven llamado Michael Faraday. En 1820, sucedió a Banks al frente de la Royal Society.

Ciencia y sociedad
Son los ejemplos más señeros, pero desde luego no los únicos. Banks promocionó una gran variedad de aventuras científicas, como las expediciones de Mungo Park a África, las de William Parry al Ártico -que llegó a poner el nombre de Banks a una de las islas más grandes de la región-, los primeros aeronautas británicos y la labor del joven matemático Charles Babbage, que nunca llegaría a terminar una máquina de calcular plenamente operativa y que funcionaría mediante tarjetas perforadas.

Pero quizás su herencia más trascendente no fue esta, sino la de insertar la ciencia en el centro de la vida social de la época. Por primera vez, en los salones se discutía, incluso acaloradamente, sobre los nuevos hallazgos científicos y tecnológicos, y las conferencias de muchos de los mencionados tenían un éxito de público comparable al de una estrella de música de nuestros días. Incluso, el arduo debate sobre la existencia o no de un fluido vital, despertado por los impactantes experimentos de Galvani, llevó a cuestionarse si el hombre no estaba adentrándose excesivamente en terrenos reservados a Dios. Fruto de aquel temor fue la obra "Frankenstein o el moderno Prometeo" (1818), de Mary Shelley, que fijaría el aún recurrente temor a que la Humanidad fuese castigada por su soberbia al usurpar potestades divinas.

La ciencia se convirtió en un asunto de orgullo nacional, aunque Banks se preocupó en todo momento de mantener abierta la comunicación con el resto de Europa, hasta el punto de que, incluso en medio de una escalada bélica, era posible que un científico británico fuese recibido por Napoleón en una audiencia personal. Por supuesto, tuvo también otras consecuencias, como preparar la conciencia colectiva para el advenimiento del giro copernicano que supondría la irrupción del darwinismo. Pero quizá la lección más importante, desde la España de nuestros días, fue la visión banksiana de que ningún país podía aspirar a ser verdaderamente grande sin un liderazgo científico.

Junto a los barcos y los ejércitos, la hegemonía se comenzó a jugar en los laboratorios y las cátedras, y ni siquiera la rebelión posterior de los más jóvenes, que echaron en cara a la Royal Society su anquilosamiento y fundaron en su lugar la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia (1831), mucho más abierta, puede empañar ese impresionante legado del hombre que hizo posible que siguiéramos destejiendo el arcoíris